La aparición del nuevo trastorno alimentario llamado ortorexia no es más que un signo de los tiempos actuales.
Nuestra cultura está en crisis, eso no es novedad: la economía no da respuestas a las inequidades, la psicología no puede con la desocupación, la sociología no resuelve la inseguridad, los políticos discuten el sexo de los ángeles y no guían a nadie.
Las utopías desaparecieron. La ética del trabajo se transformó en terror a no tenerlo (o enriquecimientos poco claros).
La religión perdió parte de sus antiguas fuerzas; la solidaridad no es lo que era. "Todo es igual, nada es mejor". Reina el descontento y el vacío interior.
¿En qué se relaciona esto con la ortorexia? En la búsqueda de una nueva tabla de salvación personal. De alguna verdad que se corporiza en la ilusión de la juventud, la belleza y el bienestar eternos. Aparecen los curanderos, los manosantas, los gurúes, la terapia y los suplementos alimentarios. Los primeros suelen fracasar, la terapia puede ser cara... ¿Cómo salir?
¡Con yogur y germen de trigo! Después de todo, la ciencia y la publicidad así lo afirman... La última década nos proveyó fitoquímicos, probióticos, antioxidantes, sustitutos de la grasa, del azúcar y casi también de la comida. Y muchos enarbolan la bandera de la comida sana como vía de escape y estrategia de supervivencia.
Bajar la grasa, la sal y los aditivos es bueno; aumentar la fibra, también. Psicológicamente, es inofensivo. El problema comienza cuando esto se transforma en culto y despliega sombra en otras áreas de la vida. Eso es la ortorexia.
"Que el siglo 20 es un despliegue de maldad insolente ya no hay quien lo niegue". ¿Qué queda para el siglo 21? Cuando se agote la ortorexia podríamos ir a la genorexia, a salvarnos por las terapias de manipulación genética. A menos que sobrevenga la revolución del darse cuenta y podamos volver, entre otras cosas, a los valores del trabajo serio, la responsabilidad, la vida familiar y la solidaridad.
Por el Dr. Alberto Cormillot