La empresa estadounidense
Goliath Casket, especializada en fabricar ataúdes de gran tamaño, normalmente
ofrece un modelo funerario del porte de una cama de
dos plazas, lo cual ya me parecía una enormidad,
pero ahora ha salido con un cajón tipo barcaza,
correspondiente a la talla de ropa XXXXL, es decir,
de dos metros y diez centímetros de ancho, que
me ha dejado estupefacto.
Para uno, que bien doblado
cabe dentro de una maleta, esas proporciones corporales
son verdaderamente fabulosas. Uno está acostumbrado
a ver gordos de cien o doscientos kilos, pero los finados
que usan esa clase de buques mortuorios escapan a toda
imaginación y, derechamente, entran a dibujarse
en las páginas de “Moby Dick” que
a uno le dan vueltas por la cabeza.
Hay gordos de especie ballenera
diseminados en todo el mundo, pero las cifras han
convertido a Estados Unidos en el paraíso de los tejidos adiposos.
Eso no es un dato poco importante, pues a mi entender
la obesidad, cuando se vuelve epidémica, es
un síntoma de una enfermedad que sobrepasa la
nutrición de un país y que se relaciona
principalmente con el carácter de toda la sociedad.
Henri Michaux llamó “obesos de espíritu” a
ciertas personas definidas por su sicología obtusa,
poco ágil, completamente apegada a dogmas y lugares.
Como contrapartida, uno concluye que existen también
esbeltos de espíritu: el mismo Michaux, por ejemplo.
La calidad de obeso o esbelto dependería, creo
yo, de la digestión intelectual: un esbelto puede
comerse un elefante y luego correr los cuatrocientos
metros planos sin esfuerzo ni calambres hepáticos;
en cambio un obeso tiene muy mala digestión, todo
le hace pésimo, salvo las sopitas deslavadas que
sirven en los hospitales de la mente. Los obesos, sin
embargo, tienen una ventaja con respecto a los esbeltos:
como carecen de movilidad, no corren riesgos innecesarios,
por lo que su esperanza de vida es mayor o -ya que estamos
en esto- más gorda.
No sé si exista una relación entre la
obesidad espiritual y la obesidad corporal, pero me
late que una cosa lleva a la otra, y nada me impide
decir que Estados Unidos ha sembrado lo que ahora cosecha:
una vida pulcra pero fofa y charchetuda, llena de mofletes,
achicharronada, que se derrite en la paila de la cotidianidad
y que cambia por seguridades inmóviles las aventuras
diarias de vivir.
Recuerdo haber visto muchas
revistas “Mecánica
Popular” cuando niño, en las cuales aparecía
la propaganda de Charles Atlas, aquella en que el hombre
musculoso por antonomasia decía haber sido un
alfeñique de cuarenta y cuatro kilos. Creo que
decía “un alfeñique de cuarenta
y cuatro kilos, como tú”, pero es sumamente
probable que esto sea una elaboración secundaria
de mis recuerdos. En todo caso, en esos avisos había
una promesa de futuro para los débiles, unas
espaldas anchas e invencibles, que estarían
al alcance de todos los que quisieran sonreír
y dejar atrás aquellos días en que el
paletó se arrugaba sobre los hombros huesudos.
Unas espaldas anchas, redondas, mundiales y blancas,
como las de Moby Dick, y el interior inflado, lleno
de basura.
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